Época: Aragón Baja Edad Media
Inicio: Año 1276
Fin: Año 1327

Antecedente:
Aragón: de Pedro el Grande a Juan II
Siguientes:
La incorporación de Sicilia
La guerra y la diplomacia por Sicilia
La Península y el Magreb
Expansionismo por Cerdeña y Oriente

(C) Josep M. Salrach



Comentario

Los años 1276-1327 marcan el período de plenitud de la Corona de Aragón, cuando, después de unos años de tensiones interiores, los logros de la política exterior, en el Mediterráneo y el Norte de Africa, acabaron por enlazar con una fase constructiva de equilibrio interior y relaciones pacíficas entre la monarquía y los estamentos. Fue la época de gobierno de Pedro el Grande (1276-1285), Alfonso el Liberal (1285-1291) y Jaime II (1291-1327).
Las luchas por el poder y los privilegios que habían caracterizado buena parte del reinado de Jaime I siguieron en época de su sucesor, Pedro el Grande, un monarca celoso de su autoridad que pretendió crear una monarquía fuerte, no supeditada al dictado de la nobleza y de los estamentos en general. Los primeros años de reinado se caracterizaron por la afirmación de la realeza: el monarca sometió a los musulmanes de Valencia (1276-1277), sublevados en los últimos tiempos de Jaime I, y pretendió cobrar por la fuerza en Cataluña el bovatge, un servicio extraordinario que quiso convertir en obligatorio, sin duda para escapar al control financiero de los poderosos de la Corona.

En Cataluña, esta pretensión, interpretada como una violación de las constituciones, fue rechazada, y el malestar se agravó por la sucesión del condado de Urgel, herencia disputada por la Casa de Cabrera y el propio monarca. Temerosos del poder que Pedro el Grande podría alcanzar, los nobles catalanes, ayudados por el conde de Foix y por Jaime II de Mallorca, hermano del monarca catalanoaragonés, se sublevaron en 1277-1278 y en 1280. En la primera fase, la cuestión principal fue la urgelense, y aquí se alcanzó un compromiso que reconocía los derechos de los Cabrera a cambio de vasallaje. En la segunda fase, el motivo fue más claramente una lucha por el poder que dividió a la aristocracia catalana en partidarios y enemigos del reforzamiento del poder real. Pedro el Grande ganó el pulso y capturó a los líderes de la oposición en el asedio de Balaguer (1280), donde cayeron prisioneros los condes de Foix, Urgel y Pallars y el vizconde de Cardona. En el futuro, hasta el siglo XV, no habría más revueltas contra la autoridad real en Cataluña, sino simplemente oposición, pacto y colaboración.

La incorporación de Sicilia a la Corona (1282), con el consiguiente enfrentamiento con la Casa de Anjou (poseedora de Nápoles y Provenza), la monarquía francesa y el Papa, complicó la política interior de Pedro el Grande. El monarca, que había realizado la incorporación por intereses dinásticos, más que por la voluntad política o económica de sus súbditos, precisaba del soporte de los estamentos para retener Sicilia y defender su corona de la contraofensiva francesa, angevina y papal. Entonces la fuerza en el exterior se convirtió en debilidad en el interior. El rey, que hasta entonces había gobernado con la ayuda de funcionarios judíos, pequeños nobles y gibelinos exilados, sin reunir Cortes, tuvo que resignarse a convocar a los estamentos aragoneses (Tarazona y Zaragoza), valencianos (Valencia) y catalanes (Barcelona), en 1283, y satisfacer sus peticiones.

El resultado fue un conjunto de constituciones que limitaban la autoridad real y establecían las bases de una relación pactada entre la monarquía y los estamentos. En general Pedro el Grande hubo de comprometerse a convocar Cortes periódicamente, consultar a los estamentos en asuntos de alta política, renunciar a la imposición de tributos, promulgar constituciones con la aprobación de las Cortes, confirmar los usos y privilegios de los poderosos y aceptar los límites que la estructura señorial imponía a la jurisdicción real. La aristocracia aragonesa, que consiguió interponer entre ella y la monarquía la jurisdicción del Justicia de Aragón, fue especialmente dura con un rey cuya política mediterránea parecía alejarse de los intereses del reino, y que se oponía obstinadamente a extender el Fuero de Aragón al reino de Valencia, quizá porque ello limitaba su jurisdicción. Nobles y ciudadanos formaron entonces la Unión Aragonesa, una hermandad que decía defender los fueros y libertades de Aragón (hizo jurar al monarca el Privilegio General de Aragón, 1283) y que iba a jugar un importante papel político, generalmente de oposición a la política real, hasta mediados del siglo XIV.

Muerto Pedro el Grande (1285), la Unión Aragonesa, que seguramente aspiraba a formar una especie de consejo de regencia, se mostró disconforme con que su joven sucesor, Alfonso el Liberal, tomara el título real e hiciera actos de gobierno en Cataluña y Valencia sin haber sido previamente coronado en Aragón y haber jurado los fueros y privilegios del reino. La coyuntura política seguía marcada por las dificultades en el exterior, donde la coalición francesa, angevina y pontificia constituía aún una grave amenaza. Alfonso fue coronado en Zaragoza (1286) donde tuvo unas Cortes muy agitadas, y pudo comprobar que el movimiento unionista, sin dejar de ser aristocrático (L. González Antón), tenía el respaldo de las ciudades porque defendía el régimen jurídico consuetudinario, expresaba el malestar general por un cierto retroceso de la presencia aragonesa en las decisiones políticas de la monarquía y formulaba reivindicaciones aragonesistas sobre Valencia y las tierras de frontera con Cataluña. Los unionistas quisieron imponer al monarca sus candidatos para los cargos de la Casa del rey y del Consejo real, pero estas pretensiones, consideradas abusivas por un sector de la propia nobleza de Aragón, encabezada por los Luna, fueron rechazadas por Alfonso el Liberal, que decidió por su cuenta sobre la composición y funciones del Consejo real y de la Casa del rey (Ordenamiento de Huesca, 1286).

La actuación del monarca encrespó los ánimos de los unionistas que, aprovechando las amenazas exteriores sobre la frontera catalana y la necesidad de ayudas para la expedición contra Menorca que Alfonso proyectaba, le obligaron nuevamente a convocar Cortes en Huesca (1286), donde le recriminaron que firmara acuerdos internacionales sin su aprobación y le obligaron a aceptar la aplicación del Fuero de Aragón a Valencia. Pero este acuerdo fue de imposible aplicación porque encontró resistencias entre los propios valencianos y los oficiales reales del reino de Valencia, y porque el monarca, a su regreso victorioso de la campaña de Menorca (1287), decidió actuar por la fuerza contra la Unión Aragonesa. Tomó castillos, confiscó propiedades y ejecutó a algunos unionistas, pero tal energía asustó al sector de sus fieles en Aragón, que temían las consecuencias de una guerra civil, y muchos le abandonaron, mientras se recrudecía el peligro de una invasión ultrapirenaica en Cataluña. Alfonso el Liberal tuvo entonces que claudicar por segunda vez: ratificó la aceptación de un conjunto de reivindicaciones unionistas (limitación de la jurisdicción real en provecho del Justicia, convocatoria anual de Cortes, nombramiento de consejeros y extensión del Fuero de Aragón a Valencia) y hubo de entregar rehenes en garantía del cumplimiento de sus compromisos.

Para el monarca se trató, no obstante, de una táctica dilatoria que le permitió ganar tiempo y contar con la ayuda de fuerzas unionistas para rechazar las tropas ultrapirenaicas que penetraron en Cataluña. Hubo, por tanto, nuevas tensiones y negociaciones (Zaragoza, 1289) de las que salió el acuerdo de aplicar el Fuero de Aragón sólo a las localidades valencianas que lo solicitaran, y de aplazar la discusión de los problemas pendientes a unas nuevas Cortes a celebrar en Monzón (1289). Fueron éstas unas Cortes generales que, como tales, contaron con la asistencia de los estamentos de Aragón, Cataluña y Valencia, un marco amplio donde el radicalismo unionista estuvo en minoría, lo que facilitó los acuerdos. El monarca ratificó las constituciones y privilegios otorgados por su predecesor en 1283, pero no los posteriores, y aprobó la promulgación de un gran número de constituciones que daban mayor solidez a las estructuras administrativas de la Corona, salvaguardaban la integridad de los reinos, regulaban las relaciones entre los grupos sociales, delimitaban las jurisdicciones, defendían la independencia de los funcionarios reales frente a los señores, reformaban la justicia, renovaban el Consejo real, etc. De las constructivas Cortes de Monzón de 1289 (todo un hito del parlamentarismo aragonés) la monarquía salió fortalecida y mejoradas sus relaciones con los estamentos.

Los logros del reinado de Jaime II serían probablemente inexplicables sin la estabilidad política interior alcanzada a finales del reinado de su hermano y predecesor Alfonso el Liberal. Aunque en 1291 y 1301 aún hubo algunos conatos de oposición unionista a la acción de gobierno del nuevo rey, de hecho, las grandes conjuras nobiliarias no rebrotarían en Aragón hasta 1347. Jaime II fue un monarca legalista, muy respetuoso con los acuerdos y convenios establecidos con sus súbditos, a los que frecuentemente convocó a Cortes: siete veces a los catalanes, nueve a los aragoneses y una a los valencianos. Durante este reinado creció el prestigio de la institución parlamentaria, cuya composición y funcionamiento el monarca reglamentó. Se adoptaron entonces medidas que reforzaban la sumisión de los particulares a la ley y el control de los funcionarios públicos, con lo que se fortalecían las instituciones y los reinos se hacían más gobernables.

La plena aceptación de la praxis pactista, y la conducta en absoluto autoritaria de Jaime II en su relación con los estamentos en Cortes, no excluyen que el monarca incrementara su fuerza y autoridad y la de su familia por otros caminos. Las negociaciones, el dinero y el uso de la fuerza le permitieron incorporar, en 1314, el condado de Urgel (boda de la condesa heredera, Teresa de Entenza, con el infante Alfonso) y, en 1325, el de Ampurias a su linaje. De los viejos condados carolingios sólo el del Alto Pallars mantenía entonces una dinastía propia, más o menos independiente.

La supresión de la orden del Temple, inducida por la ofensiva desarrollada por Felipe IV de Francia contra los templarios de su reino, con la aprobación del Papa Clemente V (1307), fue también un hecho que internamente afectó a la autoridad del monarca. Aunque el rey de Aragón apreciaba el concurso militar de los templarios en sus intermitentes luchas con los musulmanes granadinos, tuvo que avenirse a proceder contra la orden (1307), pero se negó obstinadamente a traspasar sus bienes a la Iglesia. Finalmente consiguió que el Papa aceptara su proyecto de crear con una parte de estos bienes una nueva orden militar, la de Montesa (1317), encargada de la defensa de las fronteras meridionales de la Corona.